Estamos colonizados, tiranizados, embebidos, e hipnotizados por las imágenes. Y mientras crece nuestra capacidad para soportar el diluvio en colores vivos y sonido estereofónico, disminuye nuestra libertad de criterio, la capacidad de reflexionar sobre lo que vemos y nos cuentan. Móviles, tablets, televisores, ordenadores vomitando incesantemente informaciones sin contrastar, opiniones, rumores, las fake news,: van corrompiendo nuestra mente y manipulando la realidad, la falta de distancia entre el hecho y el observador nos aturde y perdemos la capacidad de pensar. Terminamos, sin percatarnos, por pensar lo contrario de lo que creemos. Imágenes y discursos nos disfrazan la realidad con los trajes de lentejuelas de los payasos del interés, el egoísmo, la mezquindad y el poder oculto. Hay que tener a la gente ensordecida por el ruido catódico. El mensaje es lo de menos, hay que mantener el “ruido” de las imágenes que nos sirve la nueva tecnología, sin tiempo para reflexionar, sin elementos en los que pensar: todo previamente masticado y edulcorado o bien picante o amargo, para que nos lo comamos a gusto aunque no se digiera fácilmente y nos estropee el sistema orgánico-psíquico.
En un mundo de progresiva y creciente corrupción, se han perdido los principios y valores que marcaban la bondad de un acto o la pertinencia de unas palabras sometidas a la ansiedad de la ganancia económica: el patrón oro en sus múltiples formas; pero la corrupción más grave no es esa, sino como denunciaba proféticamente hace años un filósofo español nonagenario, “la corrupción de la mente” del ciudadano, una degeneración ética que empieza a afectar sin duda al cerebro “distorsionando, desorientando y dislocando a nuestras inermes neuronas”.
Nunca en toda la historia de